
En tres ocasiones diferentes he decidido hacer yoga seriamente. Me he comprado la esterilla (una vez), me he vestido con unas mallas y camiseta cómoda y, rebosante de entusiasmo, he ido a clase. En mi sucinta experiencia, las clases de yoga han empezado con algo que, de solo escribirlo, me pone los pelos de punta: El Saludo al Sol.
Déjame que te cuente mi experiencia con el yoga. Desde hace años me ha entusiasmado. Esas posturas que contorsionan el cuerpo de forma imposible, esa serenidad que transmiten los yogis, la belleza de las imágenes que aparecen en internet, los cuerpos de quienes lo practican y los muchos beneficios que he leído que aporta, todo, absolutamente todo, me parece interesante.
Yo en clase: a la que los alumnos empiezan brazos arriba, brazos abajo, pierna hacia atrás, cabeza mirando al suelo, saltito, flexión, brazos arriba y así durante un rato… me mareo irremediablemente y, para mi gran bochorno, he de abandonar la sesión.
Mi última experiencia fue francamente penosa. Diez minutos en una clase donde la única alumna era yo y, el profesor tuvo que socorrerme porque me dio una baja de tensión. Regresé a casa luciendo diferentes tonalidades de color verde en mi piel, estuve a punto de poner perdido el taxi donde viajaba y entré en casa como un vendaval para acabar devolviendo el contenido de mi desayuno en el inodoro. Ese día tuve que estar en cama reposando. ¡Mi gran futuro como alumna de yoga, al carajo!
Pero, estoy escribiendo un librito sobre el compromiso y la perseverancia y, al día siguiente, mi deseo de volver a intentarlo volvía a estar presente. He descubierto unos videos en You Tube donde expertas en yoga te explican como empezar. Son 20 minutos. No hay saludo al sol. Lo hago en la soledad de mi habitación. Con mi esterilla, mis mallas y mi camiseta. Mis fallidas contorsiones solo las ve mi madre quien, supongo que mira al cielo y piensa, pobre hija mía, que mal está.
Yo perseveraré y vosotras seréis testigos de que lo estoy haciendo.