
EDesde la ventana del autobús le miró primero sin verle y segundos después, le observó a través del filtro de los prejuicios.
Gordo, calvo en la coronilla, con una coleta larga y grasienta, los brazos tatuados, un tejano roto en las rodillas, una camiseta desgastada, un sweater descolorido y unos zapatos que ya estaban para ser descartados. Eso fue lo primero que vio.
Para completar el atuendo también llevaba un enorme perro de color negro con un collar de puntas metálicas.
Todo un clásico de lo cutre y macarra.
Y entonces se fijó en sus movimientos.
Tenía los brazos levantados y con suma delicadeza intentaba colocar en la rama de un árbol un pichón de paloma que aún no había aprendido a volar. El hombre colocaba el ave en la confluencia de dos ramas mientras, el torpe animalito se empeñaba en ir hacia la parte delgada de la rama donde, no se sostenía e irremediablemente se precipitaba al vacío. Para su suerte, allí estaban aquellas enormes manos cogiéndole y volviéndole a colocar con suavidad en la rama.
Sin poder evitarlo, se le llenaron los ojos de lágrimas. Lágrimas por aquel detalle tan humano en una sociedad que a menudo se presenta desalmada, lágrimas por juzgar sin saber, lágrimas por todo lo que estaba mal en el mundo, por los que sufrían, realmente no sabía de donde surgía aquella emoción pero, allí estaba.
La escena duró unos segundos. Lo que tarda un autobús en avanzar por una calle, pararse en un semáforo y seguir su camino.
Le pareció curioso que un gesto en el que prácticamente nadie más reparó, pudiera causarle tal revolución interna.
¡Feliz martes!