Aeropuertos

Hay algo en los aeropuertos que me fascina y que me repele a la vez.   

Del lado de la fascinación está la sensación de aventura por vivir, de regalo por abrir, de memorias por construir.    Nos da igual esperar y hacer colas porque por delante tenemos la perspectiva de lo que vendrá que, casi siempre suele ser bueno.   Tenemos ganas de mirar que hay en las tiendas,  algo que resulta bastante absurdo porque no hay nada diferente de lo que ya hemos visto en la ciudad.    Hasta pasar por la cafetería a comerse un bocadillo reblandecido y un café desaborido por lo que nos cobran una pequeña fortuna, nos parece bien.    Tal vez nos quejamos pero, enseguida nos centramos en otras cosas más interesantes y no le damos más vueltas al tema.    

En la ida solemos ir bastante mejor arregladitos que al regreso.   A veces hasta estrenamos alguna prenda o unas bambas estilo “explorador” que nos den un toque de viajero mundano.   La mochila suele estar bien ordenada y nuestras ideas también.   Haremos esto, y lo otro y lo de más allá.   Visitaremos este lugar y este otro y todo saldrá perfecto.  ¡Que bien lo vamos a pasar! 

Del lado de lo que me repele está esa sensación de ganado yendo al matadero que sufrimos sobre todo los que volamos, no por elección sino por necesidad, low cost.  Algunas de estas aerolíneas han tenido la elegancia de no confundir precios bajos con servicio pésimo pero, he de decir, que son contadas.      Después está la conducta de la gente cuando se mueve en masa.   Parece que el grupo justifica el olvidarse de la educación y vemos cosas tan desconcertantes como el que se termina un refresco y, a pesar de tener una papelera a dos metros, deja la botella vacía en el asiento, al niño maleducado (¿es idea mía o cada vez hay más?) que ya empieza a gritar en el aeropuerto de salida,  lo hace durante todo el vuelo y sigue hasta llegar a su destino.    No dejan de sorprenderme los padres de esas infernales criaturas que ni se inmutan.  Tampoco parecen tener preocupación alguna respecto al resto del pasaje que con estoica paciencia aguanta los alaridos de sus adorados vástagos.   Cojo carrerilla con este tema y,  voy a dejarlo porque creo que amerita un artículo por si solo. 

Cierro con el viaje de regreso.   La mochila acusa el trajinar de los días que hemos estado por ahí, las bambas exploradoras ya no tienen ese aspecto nuevo,  nuestros pelos parecen menos peinados,  nuestra ropa más arrugada y, según lo que haya sucedido durante los días que hemos estado fuera,  tendremos una cara relajada y feliz o unas ojeras más pronunciadas. 

A veces, cuando estoy de regreso esperando un avión que se atrasa, con un mocoso al lado que se desgañita, mi mente pensando en todo lo que tendré que hacer al llegar a casa, el dinero de más que me he gastado a pesar de que me hice el propósito de no hacerlo…me pregunto ¿qué demonios nos mueve a querer viajar con tanta frecuencia?  

Por cierto…en el viaje de vuelta ya empiezo a pensar en mi próximo destino.  

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