
Estruendo de cristales rotos. Un golpe fuerte contra la pared. Un aterrizaje forzoso en la fría baldosa de la habitación continua. Abro los ojos. Me siento en la cama. Silencio absoluto. Sé que ha pasado algo. Hace frío. Son las dos de la madrugada. Me visto a toda prisa. Sin aliento abro la puerta de la habitación. Allí, tirado en el suelo, yace mi padre.
¿Estás bien? pregunto con pánico mal disimulado en mi voz. Me he caído. No me puedo mover. Respira. Cuando tu cuerpo entra en crisis es tu mente la que manda. Respira. Está vivo. Respira. Ahora solo hay que levantarlo.
Mi madre acude al rescate. Está sorda. Solo ha sido consciente de la conmoción cuando he encendido la luz. ¿Qué ha pasado? Sin esperar respuesta corre hacia mi padre. Le coge de la mano. Le acaricia la frente. Inútilmente intenta levantarlo. MISIÓN IMPOSIBLE. Él le dobla el peso. Nunca lo conseguirá. Nunca lo conseguiremos. Llamo al 112. No se preocupe señora, enviamos ayuda.
Agotados los tres nos acomodamos lo mejor posible en el suelo de la habitación. Mi padre se ha caído en el pequeño pasillo que separa la cama de la pared. Mi madre, moviéndose con sorprendente agilidad aparece con almohadas y mantas para abrigarle. A estas edades, dice ella – como si fuese una mujer mucho más joven – es muy malo que se enfríen.
Mientras esperamos al de la ambulancia miro a mis dos progenitores y me pregunto si sienten la tristeza y el desconsuelo que siento yo en este momento. Mi padre tan alto, tan fuerte, tan guapo en otros tiempos me mira como si un niño de cinco años se hubiese apoderado de su alma. Leo el miedo en sus ojos, el desconcierto de seguir siendo él sin serlo. ¿Cómo he llegado hasta aquí? parece preguntarse mientras mi madre, siempre solícita, intenta que esté lo más cómodo posible. Siente pasión por la ropa de algodón, por las sábanas de hilo, por los materiales naturales, le declaró la guerra al poliéster hace muchos años. Ahora saca las prendas de hilo que huelen a lavanda, las mantas de algodón, suaves como sus caricias. Todo es poco para el hombre al que ama desde hace 70 años. No quieren perderse pero cada vez se alejan más el uno del otro, involuntariamente, desesperadamente, resignadamente…la vida no se detiene ante nada, ante nadie.
Sin embargo, el tiempo se suspende, el reloj que les he regalado esta navidad se ha congelado. El silencio es absoluto, a pesar de la calefacción sentimos el frio, ese helor triste y agudo que se instala en el espíritu cuando las cosas se tuercen irremediablemente, sin retorno. Respiramos al compás, cada quien inmerso en sus pensamientos, cada quien intentando adaptarse a esta nueva situación que, aunque sabemos que llegará, nos pilla totalmente desprevenidos. Es la noche de Reyes. El mío se ha caído por la chimenea, aunque ahora recuerdo que es Papá Noel quien se desliza por ella. Tal vez se ha caído del camello. Si pudiera volver a la niñez, si pudiera creer que deseando algo con mucha fuerza puedo convertirlo en realidad. Curiosamente esta semana he leído el cuento de Benjamin Button, que disparatado y que acertado a la vez, nacer en completo estado de deterioro para ir mejorando a medida que transcurren los años, terminar en un orgasmo, ¡no se me ocurre un final mejor! Miro a mi padre, me sonríe resignado, casi no habla pero no le hace falta, le entiendo aunque no sé como decírselo porque las palabras rara vez salen como las pensamos. Que difícil intercambiar los roles, antes tu me cuidabas, ahora yo cuido de ti.
¿Dónde demonios se ha metido el de la ambulancia?
¡Feliz domingo!