
Cada vez entiendo más a esas personas que repentinamente pierden la cabeza y la emprenden a tortas, tiros, insultos o, cualquier otra expresión de la frustración a través de la violencia.
En esencia soy un ser humano pacífico pero, a los ataques constantes a nuestros derechos como ciudadanos (no voy a entrar en detalles), estos tres últimos días se le han sumado el ruido y el calor. Mi dilema es complejo. Si cierro la ventana de mi habitación puedo morir de calor y si la abro, el ruido, ya de por sí habitual, traslada mi cama a la vía pública, concretamente al Paseo Maragall.
Como siempre, a mí se me escapan muchas cosas. La primera, es la asignación de horarios de los camiones de recogida de basura que hace el ayuntamiento o quién sea el organismo lumbrera que de esto se encarga. A las dos de la mañana en punto aparece el primer camión haciendo un ruido infernal. Primero se acerca al contenedor, después «lo pesca», alza, levanta, vacía, baja, «despesca» y coloca en su sitio para, unos doscientos metros mas allá, volver a iniciar la misma maniobra en otro grupo de contenedores. Si solo fuera esto, seguramente podría respirar profundamente e intentar volver a dormirme que, pensándolo bien, ya es lo que hago solo que, apenas estoy empezando a cabecear, aparece el segundo camión. Son las tres de la madrugada. La operación se repite inexorablemente, a lo largo de la noche, con intervalos de una hora hasta cuatro veces. La diversión no termina aquí porque, cuando el vehículo llega al final del paseo, da la vuelta y empieza con el mismo proceso al otro lado de la calle. Mi oído, que no cruza la acera y se limita únicamente a escuchar lo que pasa bajo mi ventana, se ve obligado a procesar todo este infernal barullo. El ruido es generoso, universal, enervante y capaz de desquiciar a alguien habitualmente cuerdo.
Optimista como soy, pienso que al final solo son cuatro camiones y que puedo aprender a dormir, o por lo menos intentarlo, entre vehículo y vehículo. Ah, amiga, pero la cosa no termina aquí. Entre medio, como para hacer más profunda la tortura, hemos de añadir esta nueva especie que circula en vehículos a los que les han añadido un sistema de sonido para una estructura como el Palau Sant Jordi y cuya potencia es correlativa a la falta de neuronas del conductor. No os preocupéis que no es precisamente música clásica lo que sale por los altavoces sino esa pachanga latina de la que solo distingues palabras idiotas «mamita, caliente, mamita te siento…bom, bom, bom,» ad nauseum. ¿No hay nadie que controle el nivel de decibelios permitido a esas horas de la madrugada?
Después están los de las motos de alta cilindrada y, escape no solo libre sino apañado para que parezca que estamos en la pista de Montmeló intentando ganar un premio. ¿Por qué no controlan esto cuando les hacen la ITV?
Borrachos que salen de los bares y discotecas a las cuatro de la mañana y gritan, cantan, vacían contenedores de basura durante un buen rato. Pordioseros globales que duermen en las oficinas bancarias, sospecho que han constituido una mafia en la que se reparten las sucursales según nacionalidad. Habitualmente estallan en una pelea verbal, con algún puñetazo incluido hasta que, o bien aparece una ambulancia con la sirena a todo volumen para llevarse un herido o una patrulla que también hace uso de su poderío acústico para dispersarlos. Total, solo son las cuatro de la madrugada ¿quién pensaría en dormir a esas horas?.
Adolescentes que vienen y van a botellones y que encuentran sumamente divertido y original ir dando alaridos como para demostrar que, si no son capaces de destacar en nada mas, al menos les funcionan bien las cuerdas vocales. Es una pena que no se empeñen con el mismo entusiasmo a comportarse de forma mas inteligente y civilizada.
Cuando este desatado desfile de taradez colectiva disminuye, son las seis de la mañana y entonces empiezan los camiones de reparto, los que sacan a pasear el perro y no se les ha ocurrido que los ladridos incesantes de su animalito tal vez joroban a los demás, y los pájaros que tanto me gustaban… hasta hace unos días. Malditos loros chillones que se unen a esta cacofonía insultante de contaminación acústica que parece dejar indiferente a las autoridades que supuestamente pagamos con nuestros impuestos para que controlen estas agresiones y nos proporcionen un entorno en el que poder descansar en paz.
Lo dicho, cada vez entiendo más a esa gente que pierde la chaveta y la emprende a tortas sin que el resto comprendamos porqué. Yo, empiezo a entenderles.
¡Feliz martes!